sábado, 8 de julio de 2017

¡¡¡Tan humanos!!!

Por:
Daniel Abreu

El término desarrollo descrito en este escrito se basa en la creencia de que el ser humano crece en el seno de una cierta estructura de vida, si se quiere un modelo, de carácter social. En esa estructura se dan varias fases y cada vez que el hombre alcanza el límite de alguna de ellas, o da un paso hacia la siguiente o corre peligro de caer en la desintegración de alguno de los aspectos de su personalidad.
La vida del ser humano presenta una etapa de ascensión indiferenciada, un tiempo de adaptación diferenciadora y una época de balance y de bajada, de integración. Resulta significativo observar la reacción y los comportamientos respecto a esta repetida ley biológica tan influida por el paso del tiempo. Otra forma de verlo es observar el paso del ser humano a través de la infancia, la adolescencia, la madurez y la vejez. La evolución, el crecimiento y el desarrollo van aparejados a todo ello.
Cuatro son las leyes generales que se han de tener en cuenta a este respecto:
Una es la del desarrollo psicológico parece irreversible a medida que se produce el avance de la edad. Así se puede contemplar como el desarrollo progresa en etapas, de nivel a nivel, con diferencias psicológicas en cada nivel.
Otra es la jerarquización. Cada nivel más alto determina la reacción psicológica total y resume lo logrado en el anterior.
Otra es la diferenciación: cada nivel es más complejo y extenso que el precedente, lo que permite crear subsistemas especializados.
Una nueva regla es la de integración, esto es que tras el paso de una etapa a la siguiente se conforma de nuevo una completa personalidad.
Pero junto al aspecto biológico y al de las etapas de la vida, hay un tercer factor del desarrollo humano, la propia biografía, una forma de pasar por la vida que resulta única y singular. Un aspecto que depende de las interrelaciones que resultan de la conexión o confrontación con otros seres humanos. Y es que es desarrollo de la persona es casi imposible sin el encuentro con los demás; si en la infancia depende de la educación, en la adultez se nutre más del autodesarrollo. Si no existe la educación en la niñez o no se produce el autodesarrollo en la madurez, el desarrollo del hombre declina rápidamente hasta llegar en ciertos casos a pararse.

Son las influencias biológico-psicológicas las que se desarrollan más en el hombre antes de la adultez; luego, a medida que se crece, que se es más adulto, más viejo, aparece en escena el desarrollo espiritual, moral, de adaptación individual. En otras palabras, cuanto más independiente el ser humano en su madurez psicológica y espiritual, más se aleja del puro desarrollo biológico. Si durante la infancia es la educación el factor más relevante hacia la comprensión del mundo, la confianza en las habilidades propias y el enfrentamiento con soluciones diversas ante la dificultad- una época en que resulta relevante la evaluación de los mayores-, más tarde, al acercarse a la edad adulta, crece la importancia de los valores y de las crisis de adaptación. ¿Y ahora qué?, nos preguntamos. Y aparecen las preguntas sobre anteriores certezas y acerca de dónde se halla el verdadero valor.
Lo que aquí denomino desarrollo espiritual y moral es un factor absolutamente necesario para la potenciación de la personalidad propia, por ello son tan importantes las interrelaciones con los demás y el auge de su creatividad. El ambiente en que vive el hombre es, pues, un elemento esencial para hacer posible un número mayor de encuentro y de relación.
Esa crisis, que la cultura popular sitúa en torno a los 40 años de edad, suele ser el resultado del recuento personal de los valores, las capacidades y los objetivos que le han llevado a uno hasta el punto al que acaba de llegar; pero ahora, de repente, muchos de tales componentes no producen satisfacción real. Si en la infancia y juventud se dedicaba a aprender, y en la fase de expansión a experimentar y crecer en el mundo con lo que se aprendió, de pronto muchos seres humanos, alrededor de esa edad, no solo miran al pasado y su presente sino que empiezan a poner el énfasis en el futuro y el porvenir. El principal motor de ese momento es el descubrimiento de uno mismo. Y comienza entonces lo que podríamos llamar la fase social. No hablamos de ser sociable, amigable, extrovertido y dueño de más o menos relaciones con los demás; lo que se quiere decir con ese término es que el ser humano empieza a verse a sí mismo a través de los demás, como un elemento más de un contexto más amplio de lo que es la vida y el mundo de aquel dentro del que vivía en la época anterior.

Pasar de un modo creativo por esa fase de la vida estriba en asumir otras tareas, en sentirse responsable del crecimiento de los demás (familia, amistades, compañeros de trabajo, vecinos, de la gente en general), en sentir la satisfacción interior de que el desarrollo de uno mismo está, al fin, firmemente imbricado con el desarrollo de los demás.

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